Tengo sed así que me acerco a una máquina expendedora en busca de un agua. Suerte que llevo monedas en el bolsillo, me da por culo cambiar billetes para paradójicamente tener monedas. No me gustan los cambios en monedas desordenadas.

Estando frente a la vitrina, me encuentro ante una desconcertante oferta de bebidas. Están divididas en una cuadrícula de nueve por cinco, en total cuarenta y cinco unidades que se dividen en doce variedades, algunas de ellas siendo el mismo producto pero con diferente envase, marca o tamaño.

Solo quiero un agua, pero aún así tengo que elegir entre dos marcas y dos tamaños diferentes. Veamos el tamaño; setenta y cinco centilitros. Es demasiada cantidad, ocupa demasiado espacio y no tengo tanta sed, de modo que me quedo con la de cincuenta centilitros.
Pasemos ahora a las marcas. Las dos tienen botellas del mismo tamaño, así que elige de nuevo, marca A o marca B. Me da igual, agua es agua, aunque quizás ninguna de las dos aguas sea agua pura.
Para decidirme de nuevo compruebo el precio pero las dos valen lo mismo: Ochenta y cinco céntimos. Entonces, paso a decidir por su forma. Cogeré la que sea más útil para el transporte, pero son demasiado similares para quedarme con alguna de ellas, así que decido quedarme con la que me parece más original, por la que no estoy tan acostumbrado a ver. Finalmente, me decido.

No sé cuánto tiempo y energía he gastado en esta estúpida decisión, pero como el poder de decisión es limitado diariamente, seguro que la siguiente situación en la que tenga que volver a elegir, será un poquito menos acertada.

Así se sucede la vida, tomando decisiones estúpidas ante el estímulo de oferta continuo, desagüe por el que se escurre la fuerza de voluntad y la creatividad.

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